miércoles, 11 de marzo de 2009
STELLA ADLER, CANCIONES QUE ME ENSEÑÓ MI MADRE
Mi interés por Stella Adler se acentuó a partir de una conferencia de Moisés Morales, profesor, actor y director de teatro, que tuvo lugar en Vigo el pasado día 21 de febrero.
Stella Adler fue la más extraordinaria personalidad de la escena estadounidense del siglo XX.
Durante casi 90 años estuvo relacionada con el mundo del teatro, incluyendo una exitosa carrera como actriz, directora y docente.
Nació el 10 de febrero de 1902, en una de las más distinguidas y célebres familias judías del mundo del teatro. Su madre, Sara, era una famosa actriz y promotora, mientras que su padre, Jacob B. Adler, era notable escritor de tragedias, que había inmigrado a los EE.UU. a comienzos de siglo. A la altura de 1939, quince miembros de la familia Adler participaban en el Group Theater y en el Yiddish Theater de New York.
Stella hizo su debut, junto a su padre, en la obra “Broken hearts”, contando sólo con cuatro años. El grupo de teatro en el que creció llevó a escena obras clásicas traducidas al yiddish de Shakespeare, Chejov, Ibsen y Tolstoy, así como otras de autores contemporáneos.
Su vinculación con el Group Theater comenzó en 1931. Esta entidad estaba formada por Harold Clurman, Lee Strasberg y Cheryl Crawford.
En 1949 funda el “Stella Adler Conservatory of Acting” en New York, donde impartió clases durante una década. Algunos de sus más afamados alumnos fueron Marlon Brando, Robert De Niro y Warren Beatty. Posteriormente pasó a ser profesora adjunta de interpretación en la School of Drama de la Universidad de Yale.
Escribió el libro “Stella Adler sobre la interpretación”, donde recoge sus teorías interpretativas.
Stella Adler falleció en 1992. Sus teorías han sido centro permanente de controversia y estudio, así como herramienta de desarrollo del talento de muchísimos grandes actores y actrices.
A continuación reproduzco un amplio fragmento del libro autobiográfico de Marlon Brando, donde rinde cumplido homenaje a su más destacada maestra.
El director del Taller Dramático de la New School era Erwin Piscator, un hombre de gran reputación en el teatro alemán, pero en mi opinión el alma de la escuela era Stella Adler. Durante los primeros años de la década de los treinta, Stella se trasladó a Europa y estudió con Konstatin Stanislavski, del Teatro de Arte de Moscú, y llevó a Estados Unidos las técnicas de Stanislavski. Se las enseñó a sus compañeros del Group Theater, una compañía de actores, escritores y directores que durante una década –desde 1931– intentaron crear una alternativa al teatro comercial de Broadway, llevando a escena obras que mostraban el lado provocador del cambio social.
Cuando la conocí, Stella tenía alrededor de cuarenta y un años, era bastante alta y muy hermosa, con ojos azules, un pelo rubio sorprendente y una presencia leonina, pero estaba muy decepcionada por la forma en que la vida la había tratado. Era una actriz maravillosa que, por desgracia, nunca tuvo la oportunidad de convertirse en una gran estrella, y creo que eso la amargaba. Pertenecía a una de las grandes familias teatrales de los Estados Unidos, había aparecido en casi doscientas obras durante un período de treinta años, y deseaba intensamente ser una artista famosa. Pero, al igual que muchos artistas judíos de su época, tuvo que afrontar una forma cruel e insidiosa de antisemitismo; los productores de Nueva York, y sobre todo los de Hollywood, no contrataban a los artistas que tuvieran “aspecto judío”, independientemente de lo buenos que fueran.
Hollywood fue siempre una comunidad judía; la crearon judíos, y todavía hoy la dirigen en gran medida judíos. Pero durante una larga época fue perversa y virulentamente antisemita, sobre todo antes de la guerra, cuando los artistas judíos tenían que disimular su judaísmo si querían conseguir trabajo. Estos actores estaban asustados, y es comprensible que así fuera. Cuando yo me iniciaba en la profesión de actor, oía constantemente hablar de agentes que presentaban a un actor o una actriz para un papel, lo llevaban al teatro para una prueba, y luego el productor decía:
–Fantástico. Muchas gracias. Ya le llamaremos.
Cuando el artista se iba, el agente pregunta:
–Bien, ¿qué te parece?
–Grandioso –respondía el productor–. Ha estado fantástico, pero es demasiado judío.
Si alguien tenía “aspecto judío”, no conseguía ningún papel y no podía vivir. Había que tener el aspecto de Kirk Douglas, de Tony Curtis, de Paul Muni o de Paulette Goddard, y cambiarse el nombre. Ellos eran judíos, pero no tenían “aspecto judío”, y utilizaban el camuflaje de nombres no judíos. Así, Julius Garfinkle se convirtió en John Garfield, Marion Levy en Paulette Goddard, Emmanuel Goldenberg en Edward G. Robinson, y Muni Weisenfreund en Paul Muni. Esto cambió cuando actores como Barbra Streisand dijeron: “Jamás cambiaré mi nombre. Soy judía y me enorgullezco de ello”. Ahora los judíos no tienen que operarse la nariz para conseguir un trabajo, pero Stella pertenecía a una época distinta. Fue a Hollywood, actuó en tres películas y cambió su apellido por el de “Ardler”, con la esperanza de que ello le sirviera de algo, pero tenía una nariz afilada y aguileña que le daba el “aspecto judío”. Se la operó, y el resultado fue que casi parecía una gentil, pero los productores decían que aún tenía demasiado aspecto judío para ofrecerle el tipo de papeles que su talento merecía y que la habrían convertido en una estrella.
Pero aunque Stella nunca vio realizado su sueño, dejó un legado sorprendente. Casi todos los actores cinematográficos actuales salen de ella, y produjo un efecto extraordinario en la cultura de su época. No creo que el público se dé cuenta de lo mucho que le deben a ella, a otros judíos y al teatro ruso la mayoría de las interpretaciones que vemos actualmente. Las técnicas que Stella llevó al país y enseñó a otros artistas cambiaron enormemente la manera de interpretar. En primer lugar, las transmitió a sus compañeros del Group Theater, y luego a actores como yo, que pasamos a ser alumnos suyos. Ejercíamos nuestra profesión en la forma y con el estilo que nos enseñó, y dado que las películas norteamericanas dominaban el mercado mundial, las enseñanzas de Stella han influido en actores del mundo entero.
Stella siempre decía que nadie podía enseñar la profesión de actor, pero que ella podía. Tenía un don especial para enseñar a los demás cosas sobre ellos mismos, y los capacitaba para utilizar las emociones y sacar a la luz la sensibilidad oculta. También tenía talento para comunicar sus conocimientos; podía decirte no solamente cuándo te equivocabas sino también por qué. Su instinto era infalible y extraordinario. Poseía una gran comprensión natural de la gente y de su conducta. Si yo me equivocaba en una escena, Stella lo veía inmediatamente y me decía: “No, espera, espera, espera... ¡Está mal!”, y entonces exploraba en su sentido de la inteligencia intuitiva para explicar por qué mi personaje debía comportarse de una manera determinada, respetando siempre la visión del autor.
“El Método” fue una expresión popularizada, degradada y mal empleada por Lee Strasberg, una persona por la que siento poco respeto, y por eso yo dudaba en utilizarla. Lo que Stella enseñaba a sus alumnos era la forma de descubrir la naturaleza de los propios mecanismos emocionales y, por lo tanto, los de los demás. A mí me enseñó a ser auténtico, y a no intentar fingir una emoción que no experimentara personalmente durante la actuación.
Gracias a Stella, la interpretación cambió totalmente durante los años cincuenta y sesenta. Hasta que surgió la generación inspirada por ella, la mayor parte de los actores eran lo que siempre he considerado artistas “de personalidad”, como Sarah Bernhardt, Katherine Cornell o Ruth Gordon. George Bernard Shaw dijo en una ocasión: “Un actor de carácter es el que no sabe actuar y por eso estudia en todos sus detalles los disfraces y los trucos escénicos con los que puede simular grotescamente la interpretación”. Muchos actores creían que dejándose crecer la barba, retirando un traje del guardarropa y llevando un cayado se convertirían en Moisés, pero raras veces eran otra cosa que ellos mismos interpretando continuamente el mismo papel. Para indicar sufrimiento o confusión, se ponían la mano en la frente y suspiraban. Actuaban externamente y no internamente.
Quedaban unos pocos buenos actores por naturaleza. En una ocasión vi un fragmento de una película de 1916 titulada Genere, protagonizada por Eleonore Duse, una fantástica actriz cuya carrera por desgracia quedó eclipsada por su rival, la más extravagante Bernhardt. La manera de interpretar de Eleonore Duse era discreta, sencilla, sin artificios teatrales y enormemente eficaz. Otros actores naturales cuyo instinto se reflejaba en su trabajo fueron Paul Muni y Jimmy Cagney, pero creo que eran dos excepciones. Hasta que llegó Stella, el teatro consistía fundamentalmente en declamación, gestos superficiales, expresión exagerada, voces altas, elocución teatral y emociones no sentidas. La mayor parte de los actores no hacía nada para experimentar los sentimientos y las emociones de un personaje.
La interpretación es la menos misteriosa de todas las artes. Todo el mundo actúa, ya sea un niño que aprende rápidamente cómo comportarse para conseguir la atención de su madre, o un esposo y una esposa en los ritos cotidianos del matrimonio, con todos los artificios y la interpretación que tienen lugar en una relación conyugal. Los políticos se encuentran entre los peores actores y los más rimbombantes. Resulta difícil imaginar que alguien sobreviva en nuestro mundo sin actuar. Es un mecanismo social necesario: lo utilizamos para proteger nuestros intereses y para sacar provecho de todos los aspectos de nuestra vida, y es algo instintivo, una habilidad que todos llevamos dentro. Cuando queremos algo de alguien, o queremos ocultar algo o fingir, estamos actuando. La mayor parte de la gente lo hace durante el día. Cuando no sentimos la emoción que alguien espera de nosotros y queremos complacerlo, fingimos esa emoción; nos mostramos entusiasmados con los proyectos de otras personas aunque nos resulten aburridos. Alguien dice algo que hiere nuestros sentimientos, pero ocultamos ese sufrimiento. La diferencia consiste en que la mayor parte de la gente actúa automática e inconscientemente, mientras que los actores teatrales y cinematográficos lo hacen para narrar una historia. De hecho, la mayor parte de los actores ofrecen sus mejores interpretaciones cuando la cámara deja de rodar.
Una buena parte de las viejas estrellas cinematográficas no sabían actuar más que de una manera esquemática, pero tenían éxito gracias a su personalidad característica. Eran marcas habituales de cereales para desayunar: los miércoles, teníamos a Quaker Oats y Gary Cooper; los viernes, Wheaties y Clark Gable. Eran productos accesibles que uno esperaba que siempre fueran iguales, actores y actrices con una personalidad atractiva y agradable que se interpretaban a sí mismos más o menos en el mismo papel y cada vez de la misma forma. Clark Gable era Clark Gable en todos los papeles; Humphrey Bogart siempre se interpretaba a sí mismo y Claudette Colbert siempre era Claudette Colbert. Loretta Young era prácticamente el mismo personaje en todos los papeles y, a medida que envejecía, los cineastas colocaban más capas de gasa de seda entre ella y la cámara para conservarla igual y convencer al público de que seguía siendo Loretta Young. En la actualidad, los técnicos llaman “sedas de Loretta Young” a los artilugios que utilizan para ocultar las pruebas físicas del envejecimiento.
Yo fui afortunado porque me convertí en actor en una época en que, gracias a Stella, dicha profesión era cada vez más interesante. Una vez le dijo a un periodista que, en su opinión, una de las ventajas que yo tenía a la hora de actuar era un elevado grado de curiosidad por las personas. Es verdad que siempre he tenido una constante curiosidad por la gente, por lo que sienten y piensan, y por lo que los motiva, y siempre me he esforzado en descubrirlo. Si no logro imaginar cómo es una persona, la sigo como un detective, con insistencia, hasta que descubro cuál es su naturaleza y cómo se mueve, aunque no lo hago para aprovecharme de ello; sin embargo, reconozco que cuando era joven a veces lo hacía para sacar algún provecho, porque soy curioso no sólo respecto de ellos sino también respecto de mí mismo. Me siento absolutamente fascinado por los motivos que inducen a actuar a los hombres. ¿Por qué las personas se comportan como lo hacen? ¿Cuáles son los impulsos que están dentro de nosotros y que nos arrastran en una dirección o en otra?
Esa ha sido la preocupación de toda mi vida. Solía frecuentar las cafeterías de Washington Square sólo para observar a la gente. Si salía con una mujer, intentaba imaginar por qué decidía cruzar las piernas o encender un cigarrillo en determinado momento, o qué significaba que en el curso de la conversación se aclarara la garganta o se apartara un mechón de pelo de la frente. Solía sentarme en la cabina de teléfono del Optima Cigar Store, en la esquina de Broadway y la calle 42, y mirar por la ventana a la gente que pasaba. Los veía durante dos o tres segundos, hasta que desaparecían; si pasaban cerca de la cabina telefónica, podían desaparecer en un segundo. En ese fragmento de tiempo estudiaba los rostros, la forma en que colocaban la cabeza y balanceaban los brazos; intentaba captar quiénes eran, cuál era su historia, su trabajo, si estaban casados, preocupados o enamorados. El rostro es un instrumento extraordinariamente sutil; creo que consta de 155 músculos. La interacción de los músculos puede ocultar mucho, y la gente siempre oculta las emociones. Hay personas que tienen un rostro muy inexpresivo. Presentan siempre una expresión neutral y suele ser difícil leer algo en su rostro, sobre todo si se trata de orientales y de indios del norte y del sur de América. En tales casos, intento interpretar la postura del cuerpo, el aumento de la frecuencia con que parpadean, los bostezos involuntarios o el que no terminen un bostezo... Cualquier cosa que denote emociones que no quieren mostrar.
Esas cuestiones me interesan desde que era un niño. Estaba decidido a saber, a adivinar y evaluar las peculiaridades que la gente no sabía que tenía. No he parado de investigar hasta llegar a conocer su potencial para amar y odiar, para la ira y el egoísmo, para gozar de las cosas que desean en la vida y con qué intensidad las desean; también me he esforzado en descubrir sus perímetros y sus límites y averiguar cómo estaban constituidos en realidad. Siempre he sentido la misma curiosidad respecto de mi propio potencial y mis limitaciones, y me he puesto a prueba para aprender cuánto podía soportar de una cosa y de otra, hasta qué punto podía ser honesto, falso, materialista o mundano, hasta qué punto estaba asustado o podía correr un riesgo, y qué era lo que más me aterrorizaba.
Cuando alcancé cierto éxito, Lee Strasberg intentó atribuirse el mérito de haberme enseñado a actuar. El nunca me enseñó nada. Se habría atribuido el mérito de la existencia del sol y de la luna de haber visto la posibilidad de que se lo concedieran. Era un individuo ambicioso y egoísta que explotaba a la gente que asistía al Actors Studio. Además intentó imponerse como un oráculo y un gurú en la profesión de actor. Algunos lo veneraban, pero nunca supe por qué. Para mí era una persona carente de gusto y de talento, que no me gustaba nada. Algunos sábados por la mañana iba al Actors Studio porque Elia Kazan daba clases, y por lo general había un montón de chicas guapas. Pero Strasberg nunca me enseñó a interpretar. Fue Stella quien lo hizo, y más tarde Kazan.
MARLON BRANDO
[Marlon Brando, Songs my mother taught me, Random House 1994]
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